VATICANO, 04 Feb. 14 / 10:20 am (ACI/EWTN Noticias).- Hoy se dio a conocer el mensaje
del Papa Francisco para la Cuaresma 2014, el primero de su pontificado
para este tiempo de la liturgia de la Iglesia, que ha titulado “Se hizo pobre para enriquecernos
con su pobreza” (cfr. 2 Cor 8, 9).
A continuación el texto completo del mensaje. Si desea
descargarlo en PDF, haga click en este enlace:http://www.aciprensa.com/Docum/MensajeCuaresma2014.pdf
Queridos hermanos y hermanas:
Con ocasión de la Cuaresma os propongo algunas
reflexiones, a fin de que os sirvan para el camino personal y comunitario de
conversión. Comienzo recordando las palabras de San Pablo: «Pues conocéis la
gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por
vosotros para enriqueceros con su pobreza» (2 Cor 8, 9). El Apóstol se dirige a
los cristianos de Corinto para alentarlos a ser generosos y ayudar a los fieles
de Jerusalén que pasan necesidad. ¿Qué nos dicen, a los cristianos de hoy,
estas palabras de San Pablo? ¿Qué nos dice hoy, a nosotros, la invitación a la
pobreza, a unavida pobre en sentido evangélico?
La gracia de Cristo
Ante todo, nos dicen cuál es el estilo de Dios. Dios
no se revela mediante el poder y la riqueza del mundo, sino mediante la
debilidad y la pobreza: «Siendo rico, se hizo pobre por vosotros…». Cristo, el
Hijo eterno de Dios, igual al Padre en poder y gloria, se hizo pobre; descendió
en medio de nosotros, se acercó a cada uno de nosotros; se desnudó, se
"vació", para ser en todo semejante a nosotros (cfr. Flp 2, 7; Heb 4,
15). ¡Qué gran misterio la encarnación de Dios! La razón de todo esto es el
amor divino, un amor que es gracia, generosidad, deseo de proximidad, y que no
duda en darse y sacrificarse por las criaturas a las que ama.
La caridad, el amor es compartir en todo la suerte del
amado. El amor nos hace semejantes, crea igualdad, derriba los muros y las
distancias. Y Dios hizo esto con nosotros. Jesús, en efecto, «trabajó con manos
de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó
con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de
nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado» (Conc. Ecum. Vat.
II, Const. past. Gaudium et spes, 22).
La finalidad de Jesús al hacerse pobre no es la
pobreza en sí misma, sino —dice San Pablo— «...para enriqueceros con su
pobreza». No se trata de un juego de palabras ni de una expresión para causar
sensación. Al contrario, es una síntesis de la lógica de Dios, la lógica del
amor, la lógica de la Encarnación y la Cruz. Dios no hizo caer sobre nosotros la salvación desde
lo alto, como la limosna de quien da parte de lo que para él es superfluo con
aparente piedad filantrópica.
¡El amor de Cristo no es esto! Cuando Jesús entra en
las aguas del Jordán y se hace bautizar por Juan el Bautista, no lo hace porque
necesita penitencia, conversión; lo hace para estar en medio de la gente,
necesitada de perdón, entre nosotros, pecadores, y cargar con el peso de
nuestros pecados. Este es el camino que ha elegido para consolarnos, salvarnos,
liberarnos de nuestra miseria. Nos sorprende que el Apóstol diga que fuimos
liberados no por medio de la riqueza de Cristo, sino por medio de su pobreza.
Y, sin embargo, San Pablo conoce bien la «riqueza insondable de Cristo» (Ef 3,
8), «heredero de todo» (Heb 1, 2).
¿Qué es, pues, esta pobreza con la que Jesús nos
libera y nos enriquece? Es precisamente su modo de amarnos, de estar cerca de
nosotros, como el buen samaritano que se acerca a ese hombre que todos habían
abandonado medio muerto al borde del camino (cfr. Lc 10, 25ss). Lo que nos da
verdadera libertad, verdadera salvación y verdadera felicidad es su amor lleno
de compasión, de ternura, que quiere compartir con nosotros.
La pobreza de Cristo que nos enriquece consiste en el
hecho que se hizo carne, cargó con nuestras debilidades y nuestros pecados,
comunicándonos la misericordia infinita de Dios. La pobreza de Cristo es la
mayor riqueza: la riqueza de Jesús es su confianza ilimitada en Dios Padre, es
encomendarse a Él en todo momento, buscando siempre y solamente su voluntad y
su gloria. Es rico como lo es un niño que se siente amado por sus padres y los
ama, sin dudar ni un instante de su amor y su ternura.
La riqueza de Jesús radica en el hecho de ser el Hijo,
su relación única con el Padre es la prerrogativa soberana de este Mesías
pobre. Cuando Jesús nos invita a tomar su "yugo llevadero", nos
invita a enriquecernos con esta "rica pobreza" y "pobre
riqueza" suyas, a compartir con Él su espíritu filial y fraterno, a convertirnos
en hijos en el Hijo, hermanos en el Hermano Primogénito (cfr Rom 8, 29).
Se ha dicho que la única verdadera tristeza es no ser
santos (L. Bloy); podríamos decir también que hay una única verdadera miseria:
no vivir como hijos de Dios y hermanos de Cristo.
Nuestro testimonio
Podríamos pensar que este "camino" de la
pobreza fue el de Jesús, mientras que nosotros, que venimos después de Él,
podemos salvar el mundo con los medios humanos adecuados. No es así. En toda
época y en todo lugar, Dios sigue salvando a los hombres y salvando el mundo
mediante la pobreza de Cristo, el cual se hace pobre en los Sacramentos, en la Palabra y en su Iglesia, que
es un pueblo de pobres. La riqueza de Dios no puede pasar a través de nuestra
riqueza, sino siempre y solamente a través de nuestra pobreza, personal y
comunitaria, animada por el Espíritu de Cristo.
A imitación de nuestro Maestro, los cristianos estamos
llamados a mirar las miserias de los hermanos, a tocarlas, a hacernos cargo de
ellas y a realizar obras concretas a fin de aliviarlas. La miseria no coincide
con la pobreza; la miseria es la pobreza sin confianza, sin solidaridad, sin
esperanza. Podemos distinguir tres tipos de miseria: la miseria material, la
miseria moral y la miseria espiritual.
La miseria material es la que habitualmente llamamos
pobreza y toca a cuantos viven en una condición que no es digna de la persona
humana: privados de sus derechos fundamentales y de los bienes de primera
necesidad como la comida, el agua, las condiciones higiénicas, el trabajo, la
posibilidad de desarrollo y de crecimiento cultural. Frente a esta miseria la
Iglesia ofrece su servicio, su diakonia, para responder a las necesidades y
curar estas heridas que desfiguran el rostro de la humanidad.
En los pobres y en los últimos vemos el rostro de
Cristo; amando y ayudando a los pobres amamos y servimos a Cristo. Nuestros
esfuerzos se orientan asimismo a encontrar el modo de que cesen en el mundo las
violaciones de la dignidad humana, las discriminaciones y los abusos, que, en
tantos casos, son el origen de la miseria. Cuando el poder, el lujo y el dinero
se convierten en ídolos, se anteponen a la exigencia de una distribución justa
de las riquezas. Por tanto, es necesario que las conciencias se conviertan a la
justicia, a la igualdad, a la sobriedad y al compartir.
No es menos preocupante la miseria moral, que consiste
en convertirse en esclavos del vicio y del pecado. ¡Cuántas familias viven
angustiadas porque alguno de sus miembros —a menudo joven— tiene dependencia
del alcohol, las drogas, el juego o la pornografía! ¡Cuántas personas han
perdido el sentido de la vida, están privadas de perspectivas para el futuro y
han perdido la esperanza! Y cuántas personas se ven obligadas a vivir esta
miseria por condiciones sociales injustas, por falta de un trabajo, lo cual les
priva de la dignidad que da llevar el pan a casa, por falta de igualdad
respecto de los derechos a la educación y la salud. En estos casos la miseria
moral bien podría llamarse casi suicidio incipiente.
Esta forma de miseria, que también es causa de ruina
económica, siempre va unida a la miseria espiritual, que nos golpea cuando nos
alejamos de Dios y rechazamos su amor. Si consideramos que no necesitamos a
Dios, que en Cristo nos tiende la mano, porque pensamos que nos bastamos a
nosotros mismos, nos encaminamos por un camino de fracaso. Dios es el único que
verdaderamente salva y libera.
El Evangelio es el verdadero antídoto contra la
miseria espiritual: en cada ambiente el cristiano está llamado a llevar el
anuncio liberador de que existe el perdón del mal cometido, que Dios es más
grande que nuestro pecado y nos ama gratuitamente, siempre, y que estamos
hechos para la comunión y para la vida eterna. ¡El Señor nos invita a anunciar
con gozo este mensaje de misericordia y de esperanza!
Es hermoso experimentar la alegría de extender esta
buena nueva, de compartir el tesoro que se nos ha confiado, para consolar los
corazones afligidos y dar esperanza a tantos hermanos y hermanas sumidos en el
vacío. Se trata de seguir e imitar a Jesús, que fue en busca de los pobres y
los pecadores como el pastor con la oveja perdida, y lo hizo lleno de amor.
Unidos a Él, podemos abrir con valentía nuevos caminos de evangelización y
promoción humana.
Queridos hermanos y hermanas, que este tiempo de
Cuaresma encuentre a toda la Iglesia dispuesta y solícita a la hora de
testimoniar a cuantos viven en la miseria material, moral y espiritual el
mensaje evangélico, que se resume en el anuncio del amor del Padre
misericordioso, listo para abrazar en Cristo a cada persona. Podremos hacerlo
en la medida en que nos conformemos a Cristo, que se hizo pobre y nos
enriqueció con su pobreza.
La Cuaresma es un tiempo adecuado para despojarse; y
nos hará bien preguntarnos de qué podemos privarnos a fin de ayudar y
enriquecer a otros con nuestra pobreza. No olvidemos que la verdadera pobreza
duele: no sería válido un despojo sin esta dimensión penitencial. Desconfío de
la limosna que no cuesta y no duele.
Que el Espíritu Santo, gracias al cual «[somos] como
pobres, pero que enriquecen a muchos; como necesitados, pero poseyéndolo todo»
(2 Cor 6, 10), sostenga nuestros propósitos y fortalezca en nosotros la
atención y la responsabilidad ante la miseria humana, para que seamos
misericordiosos y agentes de misericordia. Con este deseo, aseguro mi oración
por todos los creyentes. Que cada comunidad eclesial recorra provechosamente el
camino cuaresmal. Os pido que recéis por mí. Que el Señor os bendiga y la
Virgen os guarde.
Vaticano, 26 de diciembre de 2013
Fiesta de San Esteban, diácono y protomártir
FRANCISCUS
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