Nos decía el Papa Francisco en el Ángelus del domingo 9 de Febrero: "No tengan miedo, no tengan miedo a la enfermedad".
Enfermo
es todo hombre, lo soy yo , lo son Ustedes , hermanos y amigos mios,
dado que somos "débiles", este el sentido de la palabra "enfermo"
"débil".
Que la Santísima Virgen María, que nosotros
veneramos bajo el titulo de "Nuestra Señora de la Esperanza" nos acompañe
y anime en la misión a la que hemos respondido.
Con todo mi cariño.
Pbro. Lic. Carlos Emilio Rúffolo
Queridos hermanos y hermanas:
Este año celebramos la Jornada Mundial de las Misiones mientras se clausura
el Año de la fe, ocasión importante para fortalecer nuestra amistad con el Señor y nuestro
camino como Iglesia que anuncia el Evangelio con valentía. En esta prospectiva,
quisiera proponer algunas reflexiones.
1. La fe es un don precioso de Dios, que abre nuestra mente para que lo
podamos conocer y amar, Él quiere relacionarse con nosotros para hacernos
partícipes de su misma vida y hacer que la nuestra esté más llena de
significado, que sea más buena, más bella. Dios nos ama. Pero la fe necesita
ser acogida, es decir, necesita nuestra respuesta personal, el coraje de poner
nuestra confianza en Dios, de vivir su amor, agradecidos por su infinita
misericordia. Es un don que no se reserva sólo a unos pocos, sino que se ofrece
a todos generosamente. Todo el mundo debería poder experimentar la alegría de
ser amados por Dios, el gozo de la salvación. Y es un don que no se puede conservar
para uno mismo, sino que debe ser compartido. Si queremos guardarlo sólo para
nosotros mismos, nos convertiremos en cristianos aislados, estériles y
enfermos. El anuncio del Evangelio es parte del ser discípulos de Cristo y es
un compromiso constante que anima toda la vida de la Iglesia. «El impulso
misionero es una señal clara de la madurez de una comunidad eclesial»
(Benedicto XVI, Exhort. ap. Verbum Domini, 95). Toda comunidad es “adulta”, cuando profesa la fe, la celebra con
alegría en la liturgia, vive la caridad y proclama la Palabra de Dios sin
descanso, saliendo del propio ambiente para llevarla también a las “periferia”,
especialmente a aquellas que aún no han tenido la oportunidad de conocer a
Cristo. La fuerza de nuestra fe, a nivel personal y comunitario, también se
mide por la capacidad de comunicarla a los demás, de difundirla, de vivirla en
la caridad, de dar testimonio a las personas que encontramos y que comparten
con nosotros el camino de la vida.
2. El Año de la fe, a cincuenta años de distancia del inicio del Concilio Vaticano II, es un
estímulo para que toda la Iglesia reciba una conciencia renovada de su
presencia en el mundo contemporáneo, de su misión entre los pueblos y las
naciones. La misionariedad no es sólo una cuestión de territorios geográficos,
sino de pueblos, de culturas e individuos independientes, precisamente porque
los “confines” de la fe no sólo atraviesan lugares y tradiciones humanas, sino
el corazón de cada hombre y cada mujer. El Concilio Vaticano II destacó de manera
especial cómo la tarea misionera, la tarea de ampliar los confines de la fe es
un compromiso de todo bautizado y de todas las comunidades cristianas:
«Viviendo el Pueblo de Dios en comunidades, sobre todo diocesanas y
parroquiales, en las que de algún modo se hace visible, a ellas pertenece
también dar testimonio de Cristo delante de las gentes» (Decr. Ad gentes, 37). Por tanto, se pide y se invita a
toda comunidad a hacer propio el mandato confiado por Jesús a los Apóstoles de
ser sus «testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines
de la tierra» (Hch 1,8), no como un aspecto secundario de la vida cristiana, sino como un
aspecto esencial: todos somos enviados por los senderos del mundo para caminar
con nuestros hermanos, profesando y dando testimonio de nuestra fe en Cristo y
convirtiéndonos en anunciadores de su Evangelio. Invito a los obispos, a los sacerdotes,
a los consejos presbiterales y pastorales, a cada persona y grupo responsable
en la Iglesia a dar relieve a la dimensión misionera en los programas
pastorales y formativos, sintiendo que el propio compromiso apostólico no está
completo si no contiene el propósito de “dar testimonio de Cristo ante las
naciones”, ante todos los pueblos. La misionariedad no es sólo una dimensión
programática en la vida cristiana, sino también una dimensión paradigmática que
afecta a todos los aspectos de la vida cristiana.
3. A menudo, la obra de evangelización encuentra obstáculos no sólo fuera,
sino dentro de la comunidad eclesial. A veces el fervor, la alegría, el coraje,
la esperanza en anunciar a todos el mensaje de Cristo y ayudar a la gente de
nuestro tiempo a encontrarlo son débiles; en ocasiones, todavía se piensa que
llevar la verdad del Evangelio es violentar la libertad. A este respecto, Pablo
VI usa palabras iluminadoras: «Sería... un error imponer cualquier cosa a la
conciencia de nuestros hermanos. Pero proponer a esa conciencia la verdad
evangélica y la salvación ofrecida por Jesucristo, con plena claridad y con
absoluto respeto hacia las opciones libres que luego pueda hacer... es un
homenaje a esta libertad» (Exhort, Ap. Evangelii nuntiandi, 80). Siempre debemos tener el valor y la
alegría de proponer, con respeto, el encuentro con Cristo, de hacernos heraldos
de su Evangelio, Jesús ha venido entre nosotros para mostrarnos el camino de la
salvación, y nos ha confiado la misión de darlo a conocer a todos, hasta los
confines de la tierra. Con frecuencia, vemos que lo que se destaca y se propone
es la violencia, la mentira, el error. Es urgente hacer que resplandezca en
nuestro tiempo la vida buena del Evangelio con el anuncio y el testimonio, y
esto desde el interior mismo de la Iglesia. Porque, en esta perspectiva, es
importante no olvidar un principio fundamental de todo evangelizador: no se
puede anunciar a Cristo sin la Iglesia. Evangelizar nunca es un acto aislado,
individual, privado, sino que es siempre eclesial. Pablo VI escribía que
«cuando el más humilde predicador, catequista o Pastor, en el lugar más
apartado, predica el Evangelio, reúne su pequeña comunidad o administra un
sacramento, aun cuando se encuentra solo, ejerce un acto de Iglesia»; no actúa
«por una misión que él se atribuye o por inspiración personal, sino en unión
con la misión de la Iglesia y en su nombre» (ibíd., 60). Y esto da fuerza a la misión y hace sentir a cada misionero y
evangelizador que nunca está solo, que forma parte de un solo Cuerpo animado
por el Espíritu Santo.
4. En nuestra época, la movilidad generalizada y la facilidad de
comunicación a través de los nuevos medios de comunicación han mezclado entre
sí los pueblos, el conocimiento, las experiencias. Por motivos de trabajo,
familias enteras se trasladan de un continente a otro; los intercambios
profesionales y culturales, así como el turismo y otros fenómenos análogos
empujan a un gran movimiento de personas. A veces es difícil, incluso para las
comunidades parroquiales, conocer de forma segura y profunda a quienes están de
paso o a quienes viven de forma permanente en el territorio. Además, en áreas
cada vez más grandes de las regiones tradicionalmente cristianas crece el
número de los que son ajenos a la fe, indiferentes a la dimensión religiosa o
animados por otras creencias. Por tanto, no es raro que algunos bautizados
escojan estilos de vida que les alejan de la fe, convirtiéndolos en necesitados
de una “nueva evangelización”. A esto se suma el hecho de que a una gran parte
de la humanidad todavía no le ha llegado la buena noticia de Jesucristo. Y que
vivimos en una época de crisis que afecta a muchas áreas de la vida, no sólo la
economía, las finanzas, la seguridad alimentaria, el medio ambiente, sino
también la del sentido profundo de la vida y los valores fundamentales que la
animan. La convivencia humana está marcada por tensiones y conflictos que
causan inseguridad y fatiga para encontrar el camino hacia una paz estable. En
esta situación tan compleja, donde el horizonte del presente y del futuro
parece estar cubierto por nubes amenazantes, se hace aún más urgente el llevar
con valentía a todas las realidades, el Evangelio de Cristo, que es anuncio de
esperanza, reconciliación, comunión; anuncio de la cercanía de Dios, de su
misericordia, de su salvación; anuncio de que el poder del amor de Dios es
capaz de vencer las tinieblas del mal y conducir hacia el camino del
bien. El hombre de nuestro tiempo necesita una luz fuerte que ilumine su
camino y que sólo el encuentro con Cristo puede darle. Traigamos a este mundo,
a través de nuestro testimonio, con amor, la esperanza que se nos da por la fe.
La naturaleza misionera de la Iglesia no es proselitista, sino testimonio de
vida que ilumina el camino, que trae esperanza y amor. La Iglesia –lo repito
una vez más– no es una organización asistencial, una empresa, una ONG, sino que
es una comunidad de personas, animadas por la acción del Espíritu Santo, que
han vivido y viven la maravilla del encuentro con Jesucristo y desean compartir
esta experiencia de profunda alegría, compartir el mensaje de salvación que el
Señor nos ha dado. Es el Espíritu Santo quién guía a la Iglesia en este camino.
5. Quisiera animar a todos a ser portadores de la buena noticia de Cristo,
y estoy agradecido especialmente a los misioneros y misioneras, a los
presbíteros fidei donum, a los religiosos y religiosas y a los fieles laicos –cada vez más
numerosos– que, acogiendo la llamada del Señor, dejan su patria para servir al
Evangelio en tierras y culturas diferentes de las suyas. Pero también me
gustaría subrayar que las mismas iglesias jóvenes están trabajando
generosamente en el envío de misioneros a las iglesias que se encuentran en
dificultad –no es raro que se trate de Iglesias de antigua cristiandad–
llevando la frescura y el entusiasmo con que estas viven la fe que renueva la
vida y da esperanza. Vivir en este aliento universal, respondiendo al mandato
de Jesús «Id, pues, y haced discípulos de todas las naciones» (Mt 28,19) es una riqueza
para cada una de las iglesias particulares, para cada comunidad, y donar
misioneros y misioneras nunca es una pérdida sino una ganancia. Hago un
llamamiento a todos aquellos que sienten la llamada a responder con generosidad
a la voz del Espíritu Santo, según su estado de vida, y a no tener miedo de ser
generosos con el Señor. Invito también a los obispos, las familias religiosas,
las comunidades y todas las agregaciones cristianas a sostener, con visión de
futuro y discernimiento atento, la llamada misionera ad gentes y a ayudar a las iglesias que necesitan
sacerdotes, religiosos y religiosas y laicos para fortalecer la comunidad
cristiana.Y esta atención debe estar también presente entre las iglesias que
forman parte de una misma Conferencia Episcopal o de una Región: es importante
que las iglesias más ricas en vocaciones ayuden con generosidad a las que
sufren por su escasez. Al mismo tiempo exhorto a los misioneros y a las
misioneras, especialmente los sacerdotes fidei donum y a los laicos, a vivir con alegría su
precioso servicio en las iglesias a las que son destinados, y a llevar su
alegría y su experiencia a las iglesias de las que proceden, recordando cómo
Pablo y Bernabé, al final de su primer viaje misionero «contaron todo lo que
Dios había hecho a través de ellos y cómo había abierto la puerta de la fe a
los gentiles» (Hch 14,27). Ellos pueden llegar a ser un camino hacia una especie de
“restitución” de la fe, llevando la frescura de las Iglesias jóvenes, de modo
que las Iglesias de antigua cristiandad redescubran el entusiasmo y la alegría
de compartir la fe en un intercambio que enriquece mutuamente en el camino de
seguimiento del Señor.
La solicitud por todas las Iglesias, que el Obispo de Roma comparte con sus
hermanos en el episcopado, encuentra una actuación importante en el compromiso
de las Obras Misionales Pontificias, que tienen como propósito animar y
profundizar la conciencia misionera de cada bautizado y de cada comunidad, ya
sea reclamando la necesidad de una formación misionera más profunda de todo el
Pueblo de Dios, ya sea alimentando la sensibilidad de las comunidades
cristianas a ofrecer su ayuda para favorecer la difusión del Evangelio en el
mundo.
Por último, me refiero a los cristianos que, en diversas partes del mundo,
se encuentran en dificultades para profesar abiertamente su fe y ver reconocido
el derecho a vivirla con dignidad. Ellos son nuestros hermanos y hermanas,
testigos valientes –aún más numerosos que los mártires de los primeros siglos–
que soportan con perseverancia apostólica las diversas formas de persecución
actuales. Muchos también arriesgan su vida por permanecer fieles al Evangelio
de Cristo. Deseo asegurarles que me siento cercano en la oración a las
personas, a las familias y a las comunidades que sufren violencia e intolerancia,
y les repito las palabras consoladoras de Jesús: «Confiad, yo he vencido al
mundo» (Jn 16,33).
Benedicto XVI exhortaba: «Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea
glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él
tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y
duradero» (Carta Ap. Porta fidei, 15). Este es mi deseo para la Jornada Mundial de las Misiones de este
año. Bendigo de corazón a los misioneros y misioneras, y a todos los que
acompañan y apoyan este compromiso fundamental de la Iglesia para que el
anuncio del Evangelio pueda resonar en todos los rincones de la tierra, y
nosotros, ministros del Evangelio y misioneros, experimentaremos “la dulce y
confortadora alegría de evangelizar” (Pablo VI, Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi, 80).
KIT
BUENOS DÍAS
El
mensaje íntegro del Papa Francisco por la Jornada Mundial de las Misiones