lunes, 14 de octubre de 2013

Homilía en la Celebración Penitencial unida a la celebración eucarística con motivo de la profanación del Templo de San Ignacio


Esta tarde nos alberga este antiguo y bello templo de San Ignacio de Loyola, por cierto el más antiguo, diseñado y construido en el siglo XVIII. En este espacio consagrado, vibran voces y pasos de generaciones de argentinos y se guarda buena parte de la memoria de nuestra historia. Sus muros e imágenes son testigos silenciosos de gestas patrióticas, como aquella gloriosa resistencia al invasor inglés en 1807. Aquí se celebraron las sentidas Exequias por los caídos en la defensa de Buenos Aires y la Acción de gracias a Dios por habernos librado de la mano del enemigo. En este mismo lugar, sesionaron agitados cabildos abiertos y no le fueron ajenos los sucesos de Mayo que gestaron nuestra Nación.
Los artísticos retablos de este solar contienen numerosos santos, modelos del ideal de santidad en la vida bimilenaria de la Iglesia. Ellos fueron, mientras peregrinaron en esta vida, los hombres y mujeres de fe, que amaron a Dios y al prójimo; sus vidas son guías en el camino interior y ejemplo de seguimiento incondicional del Evangelio. Hoy son nuestros amigos del cielo, a quienes los católicos recurrimos en nuestras necesidades espirituales y materiales. Entre tantas imágenes se encuentra la más antigua de la ciudad, Nuestra Señora de las Nieves, Patrona secundaria de los porteños que la reconocemos como Madre. El silencio y esta variada iconografía −que nos recuerda la cercanía de la comunión de los santos−, ofrecen el clima deseado para el recogimiento interior, y es un remanso espiritual en lo que hoy vive el agitado microcentro de nuestra ciudad.
Pero, como Uds. saben, no nos ha convocado la conmemoración del pasado, ni tampoco la belleza de este templo, ni siquiera sus vínculos a la historia patria o el valioso patrimonio edilicio, sino el triste y deshonroso hecho de su profanación. Los que la perpetraron, a su paso, dejaron las huellas de la vieja gramática de la intolerancia, una muestra de incapacidad para aceptar las diferencias, y pienso también, de desconocimiento cultural y religioso, porque así los eximimos de mayores responsabilidades. Profanar significa en sentido amplio, hacer uso indigno de cosas respetables para otros; faltarle el debido respeto por lo que significa para mi prójimo, en especial, por sus creencias. En nuestro caso, profanar un espacio consagrado al culto católico, a las realidades espirituales, es una grave ofensa a Dios y a los que creemos en Él. Las injurias que se cometen en un templo, afectan y hieren en cierta manera a toda la comunidad de los creyentes en Cristo, de quienes el edificio sagrado es signo e imagen.
Quienes lo cometieron tuvieron un particular ensañamiento con el altar, lugar del sacrificio eucarístico, la Santa Misa. Para nosotros, el altar es el lugar donde celebramos los sagrados misterios, el memorial del Señor resucitado, donde Jesús se ofrece a sí mismo por amor a los hombres, y es por eso que entre tantos nombres que recibe este rito, lo llamamos el “sacramento del amor”: en él, los cristianos renovamos nuestro pobre amor humano y tomamos de cada eucaristía lo que necesitamos para seguir caminando. Advirtamos que el daño material es insignificante, comparado al espiritual; cuánto más, si pensamos en tantas personas que se reúnen en torno a este altar para recibir la vida de Dios y renovar así la fe y esperanza.
El nombre propio de este misterio es la Comunión, porque al celebrarla fieles tan diferentes, sin embargo, se salvan esas diferencias para constituir una sola Iglesia, unida por el amor de Cristo que la alimenta con su Cuerpo y su Sangre, presentes bajo los signos sacramentales que consuelan y fortalecen. En este santo rito, celebrado con los humildes dones del pan y el vino, hay un misterioso intercambio: la Iglesia hace la eucaristía y la eucaristía hace la Iglesia. Los cristianos no podemos vivir sin ella.
Ahora estoy en el altar de la Palabra, la que hemos proclamado entre cánticos y aleluyas. Los cristianos creemos que es Dios mismo el que habla y se dirige al corazón del hombre, y cuando la hacemos nuestra no vuelve a él estéril, sino que da muchos frutos. El libro de Nehemías conduce al pueblo de Israel que vuelve del exilio persa y encuentra la ciudad de sus padres desbastada, entre ruinas. Las lágrimas, el desánimo y la tristeza se convirtieron en alegría cuando el sacerdote leyó el «Libro de la Ley de Dios» y les interpretó las Escrituras. El pasaje bíblico tiene la virtud de iluminar a los oyentes de todos los tiempos y parece dedicado a nuestra asamblea cuando se nos dice: No estén tristes, porque la alegría en el Señor es la fortaleza de ustedes. Muchas veces, al concluir la Misa, despedimos a los fieles con esta sentencia, porque estamos convencidos de que la Ley del Señor alegra el corazón del hombre, reconforta el alma, es sabiduría del humilde y sus preceptos son rectos e iluminan los ojos, como enseña el salmo 18.
El Evangelio de San Lucas nos vuelve a sorprender con el envío de un numeroso grupo de discípulos. El Señor los envía como ovejas en medio de lobos y el contenido del anuncio gira en torno a dos palabras: Paz y Reino. Los discípulos saben que son enviados a un mundo hostil, pero de ningún modo podrán justificarse si hablan o actúan con el mismo método de la agresividad. Como en otras de sus enseñanzas, hay un claro mandato a renunciar al recurso de la violencia, porque el Evangelio que se ha de anunciar no necesita más que la fuerza de su misma verdad y el poder de Dios que lo acompaña. El no llevar nada para el camino está en relación con la confianza que hay que poner en quien los envía, pues la eficacia de la paz que debe anunciar no depende del que la pronuncia, sino de Él, que es el que envía. La paz que viene de Cristo, no es la que da el mundo (San Juan), es el cumplimiento pleno de los bienes prometidos por Dios. El mismo Señor elogia a los que reciben su Paz y viven conforme a ella: Felices los que trabajan por la paz porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9). Con este lenguaje de paz, los discípulos son enviados a anunciar que el Reino de Dios está cerca de Ustedes. «Cristo, en cuanto evangelizador, anuncia ante todo un reino, el reino de Dios, tan importante que, en relación a él, todo se convierte en "lo demás", que es dado por añadidura (Mt 6,33). Solamente el reino es pues absoluto y todo el resto es relativo.» (EN 8)
Estos textos me hicieron reflexionar sobre este momento. No perdamos el don de la paz que le da a la Iglesia serenidad y perseverancia, y tomemos las adversidades del camino como signos de que el Reino está en gestación. Mientras tanto, nuestra misión es anunciarlo y construirlo entre nosotros con la persuasiva verdad del Evangelio. La misión que inició Jesús con el envío de los discípulos está abierta y nos toca continuarla con alegría y esperanza.
En esta semana, alguien me preguntó qué haría yo si me encontrase con los jóvenes que cometieron lo que hoy estamos reparando con este acto penitencial. Lo digo con toda libertad: me encantaría encontrarme con ellos; amicalmente, por cierto –dejaría el báculo, para que no crean que voy con un palo…-. Si fuera posible, dejar el túnel de las ideologías y, respetando la diversidad de ideas, me gustaría trazar un puente que nos una y practicar con ellos el antiguo arte del diálogo humano. Sentarnos, mirarnos a la cara, escucharnos y matear si las circunstancias lo permiten: es muy probable que podamos aprender unos de otros. Por mi parte, les hablaría de Jesús y sus ganas de encontrarse con ellos. Quizás no sepan que la Iglesia no tiene luz propia, su luz le viene de Cristo que es Luz del mundo; y esa luminosidad, la comparte con cada bautizado, para que, donde nos encontremos, hagamos brillar el Evangelio de la Vida. No sé, además, si sabrán que la Iglesia arde de deseos por anunciar el Reino y su justicia, renovando sus métodos y estilo pastoral para realizarlo. Si bien es cierto que no se pasa gratuitamente el límite que marca la razonable convivencia humana, −no sin dejar huellas de violencia y ahondar las diferencias hasta el desencuentro más cruel−, sin embargo, mirando hacia el futuro e imaginando mejores espacios de convivencia entre los argentinos, sobre todo entre los jóvenes, les propondría apostar a la cultura del encuentro, como nos invita el Papa Francisco, que movido con la audacia que da el Espíritu, hoy nos invita a ser creativos y a no claudicar en la construcción de un mundo más fraterno.

+Mario Aurelio Poli
3 de Octubre 2013